miércoles, 14 de diciembre de 2011

La hoguera de las vanidades


Sherman pasó revista al gentío e inmediatamente captó cierta pauta repetida... presque vu! presque vu!¡casi visto...!, pero se sintió incapaz de expresarlo con palabras. Absolutamente incapaz. Todos los hombres y las mujeres que se encontraban en este ancho vestíbulo se habían agrupado en racimos, en ramilletes de conversación, por así decirlo. No había solitarios, no había ovejas descarriadas. Todas las caras eran blancas. (Las negras podían, muy cuidadosamente, aparecer en las cenas de beneficencia organizadas en hoteles o restaurantes, pero jamás había ninguna en cenas celebradas en domicilios particulares.) No había hombres menores de treinta y cinco años, y eran pocos los que no superaban los cuarenta. En cuanto a las mujeres, pertenecían a dos variedades. En primer lugar estaban las mujeres de treinta y muchos, y cuarentonas, y mayores incluso («mujeres de cierta edad»), todas ellas en la piel y los huesos, cuerpos casi perfectos a base de pasar hambre. Para compensar la nula concupiscencia que emanaban aquellas sus nada jugosas costillas y sus espaldas atrofiadas, todas ellas recurrían a los modistos. Esta temporada no había borlas, fruncidos, pliegues, volantes, baberos, lazos, escarolados, festoneados, encajes ni arrebujados cuya exageración estuviese mal vista. Esas mujeres eran las radiografías sociales, por decirlo con la frase que solía emplear Sherman mentalmente.
En segundo lugar estaban las Tartas de Limón. Mujeres veinteañeras o de treinta y muy pocos años, casi todas rubias (de ahí lo de «limón»), que eran las segundas, terceras, cuartas esposas o amantes con residencia compartida de hombres cuyas edades superaban los cuarenta, los cincuenta, los sesenta (y hasta los setenta) años, la clase de mujeres a las que los hombres llaman «chicas». Esta temporada las tartas de limón podían, sin atentar contra el buen gusto, lucir los privilegios naturales de su juventud mostrando al descubierto sus piernas desde muy por encima de la rodilla y marcando claramente la redondez de su culo (algo que ninguna de las radiografías poseía).

 

                                                                         Tom Wolfe 1987

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