domingo, 13 de mayo de 2012

Lady Windermere estaba maravillosamente bella con su esbelto cuello marfileño, sus grandes ojos azules color miosotis y sus espesos bucles dorados. Cabellos de or pur no como esos de tono pajizo que usurpan hoy día la bella denominación del oro, sino cabellos de un oro como tejido con rayos de sol o bañados en un ámbar extraño; cabellos que encuadraban su rostro con un nimbo de san­ta y, al mismo tiempo, con la fascinación de una pecadora. Lady Windermere constituía realmente un curioso estu­dio psicológico. Desde muy joven descubrió en la vida la importante verdad de que nada se parece tanto a la inge­nuidad como el atrevimiento; y, por medio de una serie de aventuras despreocupadas, inocentes por completo en su mayoría, logró todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado varias veces de marido. En el Debrett o Guía nobiliaria, aparecía con tres matrimonios en su ha­ber; pero nunca cambió de amante y el mundo había de­jado de chismorrear a cuenta suya desde hacía tiempo. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y po­seía esa pasión desordenada por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud.
 (...)
 Los actores son, generalmente, gente dichosa. Pueden elegir, para representar, la tragedia o la comedia, el dolor o la diversión; pueden escoger entre hacer reír o hacer llorar. Pero en la vida real es muy distinto. Infinidad de hombres y mujeres se ven obligados a representar papeles para los cuales no estaban designados. Nuestros Guildenstren hacen de Hamlets y nuestros Hamlets intentan bromear como el príncipe Hal. El mundo es un escenario; pero la obra tiene un reparto deplorable.

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